Esplendor en los balcones

La leyenda dice que Vallecas la fundó un moro rico llamado Kas en los tiempos de Magerit, el Madrid andalusí, cuando asentó en un valle varias chozas con sirvientes y ganados. Vallecas vendría del valle del Kas, si esto es cierto, que no hay documentación al respecto; algo parecido ocurrió después con el paso de los Ruiz Mateos por el club. Más base tiene lo propuesto por el historiador Fernández de los Ríos: Valle de Egas, que era el nombre de una alquería, una comunidad rural, lo que tiene montado el Madrid en defensa. Vallekas sería el soplito de lo contestatario y callejero; Vallegas a mí me suena a vejiga o directamente gaita. Cuando se descubre la verdad de la leyenda, hay que publicar la leyenda, le dice el periodista a James Stewart cuando le va con la verdad de Liberty Valance.

El Teresa Rivero no es El Rodival, aquel campo de tierra del que Manolo Peñalva («¿Mi peor defecto? Que no peleaba mucho, ¿sabes?, y el público a veces se metía conmigo») recordaba en Vallecas Va, entrevista de Antonio Luquero, con duchas sin agua caliente, pero mantiene unas constantes muy agradables. La ausencia de fondo, por ejemplo, ese trozo de estadio amputado en el que sobrevive como un muñón un muro blanco. Y la gente en los balcones viendo el fútbol que a mí me recordaba a Bardem, Tosar y compañía en Los lunes al sol asomados desde una obra al viejo Pasarón para ver un Pontevedra-Celta. Claro que en esas pequeñas metáforas que fue dejando León de Aranoa en toda la película, los parados no podían ver cómo acababan las ocasiones de gol y tenían que saberlo por los rugidos del público, al contrario que los vallecanos, a los que faltó sacar el butacón al cielo estupendo de Madrid para estar mejor que en el palco.

El Rayo tiene mucho de León de Aranoa. Incluso sus estupendas motos de agua en medio de la meseta; la más famosa de todas, Hugo Maradona (si llegan a juntar a Hugo y a Lalo Maradona yo, de ser rayista, saldría a cruzar desnudo cada domingo el campo de pura felicidad). Hay en esa forma de jugar del Rayo una especie de reivindicación sentimental y de apología del domingo, las tardes de toda la vida: un rebrote de alegría, casi de inocencia. Paco Jémez, que en Coruña era del pelotón defensivo de Arsenio, está haciendo en el banquillo lo que no pudo hacer en el campo: ser mediapunta sambero, espiritual; en vez de al padre, Paco ha matado a Mauro. Con 0-3 al Madrid le plantó cuatro delanteros, lo encerró en su área, tiró la llave y ejerció de hermano mayor de los de Ancelotti, a los que reconvino con postes, penaltis y broncas. Lo celebró la hinchada, que es hinchada de barrio, estupenda salvo esa apología del pobre, con la comparación de presupuestos por aquí y por allá y el somos más auténticos porque tenemos menos dinero, que es un discurso que ha calado hasta en el Congreso de los Diputados: al final la crisis va a ser un exceso de casticismo. El Rayo, en ese sentido, es un poco el Atleti del Atleti: como cuando los del Valle de Arán amenazan con independizarse de Cataluña. El Madrid no mereció la victoria por esa cosa de caerse del partido, de ofrecer la sensación con 2-3 de estar perdiendo. Hubo un visionado de crímenes a punto de suceder que al final, por centímetros, no se alcanzaron a ver en Vallecas pero es probable que sí dentro de una semana, de mantenerse el estado de histeria.